Si las artes fueran un lujo o un capricho para privilegiados, no habrían formado parte de todas las culturas humanas
Nada como el choque contra la inmisericorde realidad para poner a
prueba la fortaleza y el sentido y hasta la razón de ser de las artes.
En medio de la calamidad uno entiende instintivamente que ha de medir
sus palabras, porque en estas circunstancias el oído ético y estético se
afina hasta volverse doloroso, y detecta enseguida cualquier nota
falsa, salida de tono, hasta el indicio más disimulado de
irresponsabilidad o egocentrismo. No estamos para bromas. La indulgencia
perezosa hacia la palabrería ahora da paso a lo que Ernest Hemingway llamaba an in-built bullshit detector:
una especie de sismógrafo incrustado en uno mismo que salta y dispara
su alarma ante la tontería halagadora y consentida, ante la impúdica
simulación que usurpa el vocabulario de lo verdadero.
No son momentos para juegos de manos ni juegos de palabras. Como un
cuerpo debilitado por la enfermedad, la conciencia sobrecogida rechaza
impulsivamente lo que intuye como tóxico o como superfluo, lo que pueda
provocarle una sobreestimulación estéril. Hay un mundo de diferencia
entre el fervor y la fiebre. En épocas de abundancia nadie repara en el
despilfarro; cuando se disfruta de un confort y seguridad en el
porvenir, el desarreglo y el trastorno, la novedad neuróticamente
renovada, pueden ofrecer simulacros de plenitud, y desde luego parece
que alejan el peligro del tedio. Cualquier sospecha de lentitud o de
gravedad se vuelve intolerable, cualquier paréntesis de inactividad o
silencio.
Las artes se pueden permitir el lujo del ensimismamiento: porque
nadie va a pedirles seriamente consuelo, sustento o refugio, las artes
pueden consagrarse a los fuegos de artificio sin el menor peligro de que
se les exija responsabilidad alguna. Los que se acerquen a ellas
quedarán satisfechos si pueden confirmar su pedantería o su esnobismo.
Los artistas recibirán el prestigio que conceden a cada momento los
administradores ocultos de los valores de la moda: cuanto más abstrusos
sean, más alejados de la vida real y de las cosas prácticas, de los
trabajos de las manos, de las palabras de todos los días y las historias
comunes, mayor será su prestigio.
Las artes ya no precisan reflejar el mundo ni medirse con él: su
principal objeto son ellas mismas; su público es el de los especialistas
y los enterados. Los artistas, si dicen algo, lo dicen en el lenguaje
de los críticos y los teóricos del arte, que es un lenguaje tan cerrado
que solo lo saben manejar y lo comprenden ellos mismos, y que no sirve
para nombrar nada que esté fuera de su territorio acorazado. Los
escritores escriben —mea culpa— sobre el proceso de su propia
escritura. Las novelas tratan de escritores que se encuentran y se
emborrachan con otros escritores en congresos internacionales o
comarcales de literatura. El impulso hacia el ensimismamiento es tan
poderoso, y tan universal, que hasta los programas del corazón tratan
sobre los periodistas del corazón, y son ellos mismos los que ocupan con
preferencia las portadas de sus revistas especializadas. Los directores
de cine hacen películas sobre directores de cine obsesionados y
angustiados por sus propias películas. Una fotógrafa tan canonizada como
Cindy Sherman hace fotos cada vez de mayor tamaño y barroquismo de la propia Cindy Sherman.
La fotografía, como el periodismo o la novela, es un arte tan pegado a
la realidad exterior y tan capacitado para retratarla que resiste muy
mal, a mi juicio, cualquier tentativa de retorcimiento formal y de
abierto narcisismo. La fotografía está hecha de las imágenes de la
realidad igual que la novela lo está de las vidas comunes y de las
palabras de todos los días. La nobleza literaria del periodismo, que
puede no ser menos alta que la de la poesía o la novela, se cumple sobre
todo cuando quien escribe da cuenta fehaciente, palabra por palabra, de
lo que acaba de suceder, de lo que está sucediendo ahora mismo. Una
gran parte de la prosa narrativa o reflexiva de los años treinta en
España estaba tan enferma de retórica que algunas de las mejores páginas
de aquel tiempo se encuentran en crónicas de Chaves Nogales, de Pla, de
Elena Fortún, de Josefina Carabias.
Si el arte, la música, la poesía, las historias han ocupado un lugar
de primacía en todas las sociedades humanas, al menos desde Chauvet y
muy probablemente desde mucho antes, es porque han cumplido tareas
fundamentales para la vida, para la supervivencia personal y colectiva.
Si las artes fueran un lujo o un capricho para privilegiados, no habrían
formado parte de todas las culturas humanas, en todas las épocas, en
todos los lugares. Es en momentos de máxima gravedad cuando nos damos
cuenta, cuando lo recordamos si lo supimos y se nos había olvidado.
Necesitamos las artes para que nos expliquen el mundo y para que nos
alejen del mundo, para saber lo más posible sobre la realidad inmediata y
para escaparnos y consolarnos de ella.
Escucho una crónica en la radio sobre los médicos desbordados en un
hospital, leo un ensayo en el periódico y me entero de los mecanismos de
contagio del virus y hasta de su extraña naturaleza biológica. Pero un
poco después, igual que he necesitado el alimento de la información,
necesito también cobijarme temporalmente de ella, o asomarme a lo real a
través de la perspectiva de una película o de una novela, o acogerme al
consuelo, al efecto casi terapéutico de serenidad y armonía de una
cierta música, a su afirmación del todo física y del todo espiritual de
entusiasmo y arrebato. Músicas y músicos que en otras circunstancias he
podido disfrutar ahora me inquietan o me perturban y tengo que
detenerlas apenas han comenzado, porque ahora tengo una tolerancia muy
baja para la agitación y la estridencia, que en este tiempo derivan
rápidamente en angustia. En épocas de mucha confusión parece que la
sensibilidad pide voces claras y nítidas y formas definidas,
afirmaciones jubilosas de vitalidad, expresiones sobrias de la
pesadumbre o del duelo. La efusión emocional está siempre muy cerca de
una congoja en la que también cabe la alegría. Duke Ellington
revela su parentesco con Bach y el júbilo de Mozart tiene veladuras de
melancolía anticipada del paso del tiempo como las que lo estremecen a
uno en las mejores canciones de los Beatles.
Pero todo esto es un privilegio. En los hospitales hay ancianos que
mueren en soledad ahogados por la neumonía y médicos y enfermeras que
trabajan hasta caer agotados y tienen que protegerse con bolsas de
plástico por falta de material sanitario. Ahora mismo la tarea principal
de la imaginación es abarcar la magnitud devoradora del desastre.
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