Gilles
Deleuze en el espejo de Michel Foucault
Gilles Deleuze en su casa de la avenida Niel en 1988. BRUNO DE MONÉS |
El bosque de
Vincennes estaba lleno de hojas secas. Había que atravesar sus caminos aquel
frío invierno de 1975 para llegar a la Universidad, un moderno edificio de
ladrillo oculto por los árboles.
Todavía
recuerdo el olor a pachulí del vestíbulo y los pasillos con tenderetes
que daban a la Universidad un aire de zoco. La Facultad de Filosofía estaba en
el primer piso y allí impartían clase François Chatelet, Alain Badiou, François
Lyotard y Gilles Deleuze.
Se me ha
quedado grabada también la imagen de Nicos Poulantzas, que daba su curso un
piso más abajo, fumando en un pasillo y hablando expresivamente con sus
estudiantes. Se suicidó en 1979 al tirarse al vacío desde el último piso de
la torre de Montparnasse, abrazado a sus libros. Era una persona afable y
simpática.
Fui alumno de
todos ellos, pero recuerdo especiamente el curso cuatrimestral de Deleuze sobre
el sentido. El aula era grande y destartalada, apenas había sillas y el
filósofo se sentaba en una gran mesa, muy cerca de los alumnos. Llegaba a clase
con una gabardina y un sombrero de fieltro verde. Esperaba a que se hiciese el
silencio y se ponía a hablar con su voz bien timbrada y algo nasal, sin perder
su discurso durante casi hora y media.
Deleuze
era un personaje socrático que enseñaba mientras pensaba. Hacía preguntas a
los alumnos y acostumbraba a refutar sus propios enunciados para luego
introducir nuevos argumentos que iluminaban su pensamiento. Era un intelectual
que no solamente había profundizado en los clásicos como Platón, Spinoza, Kant,
Heidegger y Nietzsche sino que además tenía una sólida formación matemática y
científica, que le permitía recurrir a la física para trazar un símil con una
idea filosófica.
Recuerdo
también que era muy aficionado al cine. Un tarde estuvimos paseando por el
bosque mientras él hablaba de 'Ma nuit chez Maud', la película de Eric
Rohmer. Deleuze aprovechó la ocasión para reflexionar sobre el tiempo y la
noción kantiana de forma a priori.
Todo esto me
ha venido a la cabeza al leer el libro 'Michel Foucault y el poder (viajes
iniciáticos I)', publicado por Errata Naturae, en el que se recoge un seminario
dictado por Gilles Deleuze en Vincennes en el curso 1985-86. El texto es una
reflexión sobre la filosofía de Foucault y un homenaje a su amigo, al que
conoció en 1952 cuando era profesor de instituto.
Deleuze y
Foucault, a pesar de sus polémicas y sus distanciamientos, mantuvieron siempre
una admiración mutua. Ambos fueron los promotores de París VIII, la
Universidad de Vincennes, fundada en 1968. Como yo pude comprobar durante
mi estancia, no había exámenes ni controles académicos, por lo que sus diplomas
no eran reconocidos por nadie. Pero eso no le importaba a ninguno de sus entusiastas
profesores, entre los que también figuraba la hija de Lacan.
Se decía
entonces que unos alumnos bromistas habían matriculado a un caballo y le
habían entregado su título con un poco de alfalfa en el patio de Vincennes.
Pero seguramente era sólo una leyenda.
La enseñanza
en aquel edificio -que, a pesar de su corta vida, se caía a pedazos- era
un ejercicio de libertad e inteligencia para el que tuviera el más mínimo
interés en implicarse en su impresionante oferta.
Gilles
Deleuze impartió apasionantes cursos en Vicennes, donde pasó sus mejores años
hasta que decidió quitarse la vida en 1995, debido a sus problemas
respiratorios. Pero probablemente ninguno tiene tanto interés como éste sobre
la noción de poder en Foucault, en el que entabla un lúcido diálogo con su
amigo.
Foucault no
quiso definir el poder expresamente en sus obras, pese a que indudablemente es
el objeto de la mayoría de sus indagaciones. Y ello porque era consciente de su
naturaleza sutil y huidiza -singular dice Deleuze- que impide atraparlo con
la Razón universal.
El poder es
como una red capilar que atraviesa toda la sociedad y la impregna de forma
inconsciente a través de los valores y las instituciones, que siempre expresan
relaciones de dominación. Foucault analiza esa penetración del poder en la
cárcel, en el manicomio, en la sexualidad y en las escuelas.
Retomando la
concepción de su amigo, Deleuze sostiene que el poder es una relación que se
propaga como las ondas. Y que hay que analizarlo desde el punto de vista de una
micropolítica del deseo, ya que al final se encarna en un conjunto de
singularidades individuales.
La noción de
poder está indisolublemente ligada a la de saber, por lo que la tarea del
filósofo sería desentrañar los mecanismos de perpetuación de la ideología dominante
a través del lenguaje y de la educación.
Pero es
mejor leer a Deleuze en sus propios términos que intentar desentrañarlo.
Era un hombre de extrema curiosidad intelectual, que vivía rodeado de libros y
odiaba viajar fuera de París y salir de su apartamento en la avenida Niel. Por
el contrario, Foucault era un personaje abierto, que no desdeñaba la oportunidad de recorrer el mundo ni de buscar nuevas experiencias personales.
Ambos fueron
dos 'maître penseurs', dos gigantes intelectuales cuyas órbitas se cruzaron
para iluminar un nuevo rostro de la realidad. Los dos han muerto hace tiempo,
pero nos quedan sus libros.
Artículo de Pedro Gª Cuartango pubicado el 03 de abril de 2014 en El Mundo
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