Ya Marshall formuló en el siglo
pasado el concepto contemporáneo de ciudadanía en su obra Ciudadanía y clase social (1949), como un estatus que se ha ido
adquiriendo con el paso del tiempo y se “ (…) otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad” (Marshall,
1997:312), disfrutarán de los mismos derechos y obligaciones. Los
derechos de ciudadanía entonces, deberían minimizar las tendencias a la
desigualdad que origina la economía de libre mercado.
La incorporación de los derechos sociales al concepto de
ciudadanía implicó que toda la sociedad tenía derecho a percibir una renta
razonable, independientemente de su posición social. Aunque sí matizando, que
estos derechos de ciudadanía y participación palian, pero no suprimen, las
desigualdades sociales que conlleva el capitalismo, al legitimar la
estatificación social. Sin embargo, al propiciar la redistribución de ciertos
recursos públicos, universalizando derechos de educación, de salud pública,
etc., pone en entredicho la soberanía del mercado. De ese conjunto de derechos
y oportunidades es del que quedan excluidos algunos ciudadanos. La
conceptualización de derechos y de responsabilidades está estrechamente
imbricada a la idea de ciudadanía.
El desarrollo de la ciudadanía moderna acabaría por producir la
reducción y redimensión de la diferencias de clase causadas por la asimétrica
posición en la estructura social y económica. Por tanto, el concepto de
ciudadanía contemporánea era un mecanismo por el cual se aminoraban las
desigualdades producidas por el sistema capitalista, pero no como resorte para
suprimirlas. Se infiere así que existe una relación implícita entre desarrollo
de la ciudadanía moderna y las desigualdades en las sociedades capitalistas, en
tanto que la primera legitima la presencia de la segunda, y lo hace como
contraprestación al status de
igualdad que se le suponía al ciudadano.
Podemos por
tanto entender la ciudadanía como el conjunto de prácticas que definen a una
persona como miembro de pleno derecho de una sociedad. En primer lugar, por su
sentido formal, como la persona poseedora de un pasaporte expedido por el
Estado y/o en segundo lugar, de un modo sustantivo, como el conjunto de
derechos que tienen “todos” los miembros de una comunidad política. De todo
esto subyace una cuestión fundamental, que sitúa la triada ciudadanía,
inmigración y exclusión que da título a este capítulo, como una ecuación
irresoluble. El inmigrante no es un ciudadano de pleno derecho, porque lo
condiciona la legislación vigente, aquella que lo diferencia en mayor medida a
los autóctonos, lo excluye. Por ello, se puede evidenciar la emergencia de
nuevos procesos de exclusión social, en virtud de los cuales “algunas personas
y grupos sociales se ven apartados y excluidos de la conquistas sociales que
definen el patrón de diudadanía establecido en el horizonte histórico”
(Tezanos, 2008:150).
Nos
encontramos con una perversa paradoja, donde en la medida en que crecian los
derechos de los ciudadanos bajo la protección del Estado de bienestar, no lo
hacía con la misma intensidad para los inmigrantes. Y actualmente donde se
están diluyendo y desapareciendo todos estos logros sociales, de igual manera,
son los inmigrantes los más afectados una vez más, infraclasificados. Son por
tanto, una parte de la ciudadanía que está apartada y olvidada, aunque
constitucionalmente existente. Es una omisión que priva de derechos y
oportunidades económicas, sociales, culturales, y por supuesto, jurídicas y
políticas a una parte muy considerable de la sociedad. Tal como afirma Tezanos
se puede establecer un paralelismo de la sociedad de nuestros días, con la
polis ateniense donde los esclavos y metecos tenían una reglamentación jurídica
y social diferenciada, o de igual modo, con la estigmación de los “intocables”
en la India, como paradigma de excluidos absolutos. Se está consiguiendo
normalizar esta diferenciación, y exclusión de los “otros inmigrantes”, y lo
hace como resultado (y excusa) de las consecuencias que está produciendo esta
crisis económica y financiera, que lo es igualmente de valores, de ética y de
moralidad.
La
inmigración de nuestros días se diferencia de otras épocas, por su interdependencia
a escala global. Ya no existen países emisores y países receptores, ya todos
comparten ambas condiciones, “no podemos dejar de tener presente que las
migraciones actuales son resultado de una de las graves paradojas de la
dinámica capitalista de nuestros días” (Rodríguez, 2006:93). En este contexto
multifactorial, la globalización enlazada con el renovado discurso neoliberal,
implanta una fagocitadota lógica competitiva, agudizando los riegos y efectos
de esta tendencia macroeconómica impuesta por la mayoría de las instituciones
políticas y económicas en el ámbito internacional. Las consecuencias del
incremento del desempleo se exteriorizan en más desigualdad y agudización de la
estratificación social. La exclusión social por tanto, obedece a unas características
subordinadas a las coyunturas laborales, económicas, legales, relacionales y
socio-políticas.
La
interdependencia económica y la movilidad de los principales factores
productivos, crean una situación de mejoras en eficiencia, productividad y
tecnología generando incrementos netos de riqueza a escala global, pero no dice
nada sobre la distribución ni de la equidad como principio organizativo. El
aumento de las diferencias entre países ricos y pobres, el deterioro del medio
ambiente, la pérdida de capacidad adquisitiva por parte de los trabajadores,
etc., son efecto, según Iñigo de Miguel (2012), de la brecha que ahora mismo
existe entre la organización del sistema económico y la que corresponde al
poder político. Este autor formula una serie de interrogantes analizando la
relación que existe entre la globalización, como hecho, y el globalismo como
ideología que sustenta el fenómeno, con la aparición de los grandes flujos
migratorios.
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