Razones contra la excepción cultural
MARIO VARGAS LLOSA 25/07/2004
Dos son los argumentos principales que utilizan los defensores de la excepción cultural, a saber:
A) Que los bienes y productos culturales son distintos a los otros bienes y productos industriales y comerciales y que por lo mismo no pueden ser librados, como estos últimos, a las fuerzas del mercado -a la ley de la oferta y la demanda-, porque, si lo son, los productos bastardos, inauténticos, chabacanos y vulgares terminan desplazando en la opinión pública (es decir, entre los consumidores) a los más valiosos y originales, a las auténticas creaciones artísticas. El resultado sería el empobrecimiento y degradación de los valores estéticos en la colectividad. Dependiendo sólo del mercado, géneros como la poesía, el teatro, la danza, etc., podrían desaparecer. Por tanto, los productos culturales requieren ser exceptuados del craso comercialismo del mercado y sometidos a un régimen especial.
B) Los productos culturales deben ser objeto de un cuidado especial por parte del Estado porque de ellos depende, de manera primordial, la identidad de un pueblo, es decir, su alma, su espíritu, aquello que lo singulariza entre los otros y constituye el denominador común entre sus ciudadanos: sus patrones estéticos, su identificación con una tradición y una manera de ser, sentir, creer, soñar, en suma el aglutinante moral, intelectual y espiritual de la sociedad. Librada al mercantilismo codicioso y amoral esta identidad cultural de la nación se vería fatalmente mancillada, deteriorada, por la invasión de productos culturales foráneos -seudoculturales, más bien-, impuestos a través de la publicidad y con toda la prepotencia de las transnacionales, que, a la corta o a la larga, perpetrarían una verdadera colonización del país, destruyendo su identidad y reemplazándola por la del colonizador. Si un país quiere conservar su alma, y no convertirse en un zombie, debe defender su identidad preservando sus productos culturales de la competencia y de la aniquiladora globalización.
No pongo en duda las buenas intenciones de los políticos que, con variantes más de forma que de fondo, esgrimen estos argumentos en favor de la excepción cultural, pero afirmo que, si los aceptamos y llevamos a su conclusión natural la lógica implícita en ellos, estamos afirmando que la cultura y la libertad son incompatibles y que la única manera de garantizar a un país una vida cultural rica, auténtica y de la que todos los ciudadanos participen, es resucitando el despotismo ilustrado y practicando la más letal de las doctrinas para la libertad de un pueblo: el nacionalismo cultural.
Adviértase lo profundamente antidemocrático que es el primero de estos argumentos. Si se respeta la libertad del hombre y la mujer comunes y corrientes la cultura está perdida, porque, a la hora de elegir entre los bienes culturales, aquéllos eligen siempre la bazofia: leer El código da Vinci, de Don Brown, en vez Cervantes, e ir a ver SpiderMan en vez de La mala educación. Así, pues, como el público en general es tan poco sutil y riguroso a la hora de elegir los libros, las películas, los espectáculos, y sus gustos en materia de estética son execrables, es preciso orientarlo en la buena dirección, imponiéndole, de una manera discreta y que no parezca abusiva, la buena elección. ¿Cómo? Penalizando a los malos productos artísticos con impuestos y aranceles que los encarezcan, por ejemplo, o fijando cupos, subsidios y rentas que privilegien a las genuinas creaciones y releguen a las mediocres o nulas. ¿Y quiénes serán los encargados de llevar a cabo ese delicadísimo discrimen entre el arte integérrimo y la basura? ¿Los burócratas? ¿Los parlamentos? ¿Comisiones de artistas eximios designadas por los ministerios? El despotismo ilustrado versión siglo veintiuno, pues.
El otro argumento conlleva consecuencias igualmente nefastas. La sola idea de identidad cultural de un país, de una nación, además de ser una ficción confusa, conduce inevitablemente a justificar la censura, el dirigismo cultural y la subordinación de la vida intelectual y artística a una doctrina política: el nacionalismo. La cultura de un país como Francia o como España no puede resumirse en un canon o tabla de valores y de ideas de las que todas las obras artísticas e intelectuales producidas en su seno serían expresión y sustento coherente. Por el contrario, la riqueza cultural de esos dos países está en su diversidad contradictoria, en la existencia, en ellos, de tradiciones, corrientes y creadores y pensadores reñidos entre sí, que representan visiones del mundo y del arte que se repelen la una a la otra, y en el universalismo que esas obras alcanzaron en sus momentos más altos gracias a que fueron concebidas sin el corsé de un horizonte localista o nacional y -como ocurre con el Quijote, con Baudelaire, con el Tirant lo Blanch, con Proust, con el Greco y Goya y Velázquez y La Tour, Toulouse Lautrec, Matisse, Gauguin, y tantos otros- fueron por ello mismo entronizadas como representaciones estéticas donde podían reconocerse los seres humanos de cualquier tiempo o cultura.
Esas obras no hubieran sido posibles dentro de las fronteras nacionales que presupone la noción aberrante de una identidad cultural colectiva. Ni siquiera la lengua puede ser considerada un campo de concentración para la vida cultural, porque, por fortuna -y, gracias a la globalización, este proceso se irá extendiendo cada vez más- casi todas las lenguas desbordan las fronteras o varias lenguas conviven dentro de una nación, y hay entre artistas una movilidad que les permite cada vez más elegir su propia tradición y su propio país espiritual, de modo que querer convertir a una lengua en una seña de identidad cultural de un pueblo es también otro artificio ideológico. Si la misma idea de nación -un concepto decimonónimo que ha perdido estabilidad y aparece cada vez más diluido a medida que las naciones se van integrando en grandes mancomunidades- resulta en nuestros días bastante relativo, la de una cultura que expresaría la esencia, la verdad anímica, metafísica, de un país, es una superchería de índole política que, en ver-dad, tiene muy poco que ver con la verdadera cultura y sí, en cambio, con aquel "espíritu de la tribu" que, según Popper, es el gran lastre para alcanzar la modernidad.
Francia y España han avanzado ya demasiado en lo relativo a la cultura democrática para que sus ciudadanos, que a veces se dejan seducir por la demagogia y el chovinismo escondidos en los espejismos de la excepción cultural, acepten lo que serían las consecuencias prácticas de semejante propuesta: una vida cultural regimentada por burócratas o artistas y escritores instrumentales, en la que todo lo extranjero sería considerado un desvalor, y todo lo nacional, el valor estético supremo. De manera que, en términos prácticos, probablemente toda la alharaca que en estos dos países rodea a la política de la excepción cultural sólo desemboque en que unos cuantos artistas reciban los subsidios que piden y, con el pretexto de proteger los bienes culturales, los burócratas perpetren más derroches que los consabidos. Poca cosa, a fin de cuentas, si toda la excepción cultural no pasa de eso, y en ambos países se respeta la libertad, el Estado no se mete a sustituir a los consumidores a la hora de elegir los productos culturales, y éstos siguen sometidos al juego de la oferta y la demanda con las mínimas interferencias posibles.
Es verdad que los productos culturales son distintos a los otros. Pero lo son porque, a diferencia de una gaseosa o una nevera, en vez de desplazar en el mercado a sus competidores, les abren la puerta, los promueven. Una obra de teatro, un libro, un pintor que tienen éxito son la mejor propaganda para el arte dramático, la literatura y la pintura y crean unas curiosidades y apetitos -unas adiccciones- que benefician a los otros artistas y escritores. El mercado no determina la calidad, sino la popularidad de un producto, y ya sabemos que ambas cosas no siempre coinciden, aunque algunas veces sí. Lo que el mercado muestra es el estado cultural de un país, lo que el hombre y la mujer del común prefieren, y lo que rechazan, en ejercicio de un derecho que ningun gobierno democrático puede objetar ni recortar. Querer acabar con el mercado para los bienes culturales porque el público no sabe elegir es confundir el efecto con la causa, liquidar al mensajero porque trae noticias que nos disgustan.
Desde luego que sería preferible que los consumidores tuvieran a veces mejor gusto a la hora de elegir un libro, un espectáculo, una película, un concierto, y que dieran en sus vidas mayor presencia a la cultura. ¿Puede un gobierno hacer algo al respecto? Muchísimo. Es la educación, no los subsidios, lo que puede crear un público más culto. Pero no sólo los maestros enseñan a leer, a oír buena música, a discriminar entre lo que es arte y lo que es caricatura. También las familias, los medios de comunicación, el entorno social en que cada ciudadano se forma. Y, qué duda cabe, la preservación del patrimonio es una responsabilidad central del Estado. Pero, incluso en este campo, es indispensable que los gobiernos involucren a la sociedad civil, mediante políticas tributarias que estimulen el mecenazgo y la acción cultural. El mayor número, no sólo los funcionarios, debe decidir dónde canalizar los recursos públicos y privados para promover la cultura.
Pero la obligación primordial de un gobierno en este ámbito es crear unas condiciones que estimulen el desarrollo y la creatividad cultural y la primera de ellas es la libertad, en el más ancho sentido de la palabra. No sólo la libertad de opinar y crear sin interferencias ni censuras, sino también abrir las puertas y ventanas para que todos los productos culturales del mundo circulen libremente, porque la cultura de verdad no es nunca nacional sino universal, y las culturas, para serlo, necesitan estar continuamente en cotejo, pugna y mestizaje con las otras culturas del mundo. Ésa es la única manera de que se renueven sin cesar. La idea de "proteger" a la cultura es ya peligrosa. Las culturas se defienden solas, no necesitan para eso a los funcionarios, por más que éstos sean cultos y bienintencionados.
Artículo originalmente publicado en El País.
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