lunes, 21 de mayo de 2012

El declive del ciclo socialdemócrata



Enrique Gil Calvo / 21 de mayo 2012
Enrique Gil Calvo
¿Asistimos al final del ciclo histórico de hegemonía progresista? Para entender la decadencia de la socialdemocracia puede ser útil atender los planteamientos sociológicos de Colin Crouch (La postdemocracia, Taurus, 2004) o Emmanuel Todd (Después de la democracia, Akal, 2010), que analizan su declive en clave infraestructural. Según esta perspectiva, por socialdemocracia puede entenderse la coalición histórica que se construyó entre el movimiento obrero organizado y las nuevas clases medias de funcionarios, empleados de servicios y profesionales por cuenta ajena (no confundir con las viejas clases medias de agricultores, comerciantes, artesanos y profesionales autónomos). Los intereses de ambos bloques no tenían por qué coincidir, al estar separados por la barrera de su desigual dotación en capital humano: en el movimiento obrero predominaban los estudios primarios y la formación profesional mientras que las nuevas clases medias poseían titulaciones secundarias y superiores, actuando en origen el bachillerato como barrera de clase. De ahí el tradicional desencuentro entre trabajadores de cuello blanco y de cuello azul, que históricamente se reflejó en la desconfianza entre el reformismo socialista de extracción burguesa y el revolucionarismo obrero de anarquistas o comunistas. Pero esa distancia de clase pudo ser salvada mediante el acuerdo socialdemócrata que estableció un pacto de mutua colaboración entre ambos bloques para unir sus fuerzas conquistando el poder por medios pacíficos y electorales.
Un acuerdo mediante el que la parte obrera (blue collars) aceptaba supeditarse al liderazgo burgués (white collars) a cambio de que el gobierno común garantizase a todas las clases populares su acceso a los canales de movilidad social ascendente e igualdad de oportunidades. Este programa común que selló la coalición entre la clase obrera industrial y las clases medias urbanas es el que pudo desarrollarse en toda Europa tras la segunda guerra mundial, dando lugar a los célebres treinta años gloriosos (1945-1975) que crearon la sociedad de la afluencia presidida por el Estado de bienestar. Y lo menos que puede decirse es que semejante programa común se vio coronado por el éxito más completo. Pues en efecto, la coalición socialdemócrata conquistó el poder y se mantuvo en él por varias legislaturas mientras a la vez se desarrollaban los mecanismos meritocráticos que extendieron a todas las clases sociales la escolarización tanto secundaria como universitaria, además del resto de derechos sociales (salud, pensiones y servicios universales).
Ahora bien, si consideramos el inicio de la década de los 70 como el apogeo del ciclo socialdemócrata es porque a partir de esa fecha comenzó su progresivo declive, asociado al impacto de la crisis económica internacional tras el choque petrolífero de 1974. Una crisis que también modificó el sistema capitalista, pasando del modelo keynesiano afín al estatalismo socialdemócrata al modelo monetarista afín al planteamiento liberal-conservador partidario del libre mercado. No obstante, tras ciertos retrocesos iniciales, la socialdemocracia se pudo recomponer mediante la denominada Tercera Vía de adaptación al mercado que teorizó el sociólogo Anthony Giddens, logrando resistir en el poder hasta bien entrado el siglo XXI. Pero finalmente, el estallido de las sucesivas burbujas crediticias (punto.com en 2001, hipotecassubprime en 2007, eurodeuda en 2010) ha terminado por alejar cada vez más a la socialdemocracia del poder, aunque ocasionalmente todavía gane ciertas elecciones. En suma, todo indica que el declive de la socialdemocracia ya se ha consumado. ¿Cómo se puede explicar su decadencia aparentemente irreversible? Exploremos algunas razones.
La primera explicación es infraestructural y se debe al debilitamiento ineluctable de uno de los dos bloques fundadores de la coalición socialdemócrata: la clase obrera. Como consecuencia del advenimiento de la sociedad postindustrial teorizado por el sociólogo Daniel Bell, se ha producido una creciente desestructuración del sistema de clases que ha fragmentado y descompuesto a todas ellas. Pero sobre todo, la que ha sufrido ese proceso de desarticulación en mayor medida ha sido la vieja clase obrera de trabajadores industriales o blue collars, que ha visto reducirse sus efectivos en términos absolutos y relativos, obligando a sus hijos a desertar de ella mientras asistía a la llegada de nuevos contingentes inmigrantes de trabajadores manuales sin cualificar destinados a la agricultura, la construcción y los servicios personales. Por tanto, las clases medias cualificadas ya no tienen nada que ganar manteniendo su coalición con las clases industriales en retroceso, y de ahí que tiendan a romperla cayendo en una creciente volatilidad electoral. Sobre todo si tenemos en cuenta que también ellas han perdido gran parte de su poder e influencia, aunque no en términos cuantitativos pues siguen siendo las más numerosas, pero sí cualitativos como vamos a ver.
Y es que la otra explicación del declive de la izquierda resulta paradójica, pues podría decirse que la socialdemocracia ha muerto (o al menos se extingue) como consecuencia imprevista de su propio éxito. En efecto, el desarrollo del Estado de bienestar, con su provisión universal de derechos sociales, ha generado dos efectos no queridos que han resultado contraproducentes para la coalición socialdemócrata. El primero es que, al ofrecer servicios públicos de protección social provistos por redes formales administrativas, ha suplido primero y ha terminado por sustituir después a las redes sociales informales de confianza, solidaridad y compromiso colectivo (grupos de ayuda mutua, movimiento asociativo, etcétera) que antes articulaban el tejido social dotándolo de espesor y densidad cívica. En consecuencia, tanto las clases trabajadoras como las clases medias urbanas han ido viendo cómo se devaluaba y amortizaba su anterior capital social, pasando a disgregarse y atomizarse hasta caer en el aislamiento de la individualización y el familismo amoral. Algo que no puede ser compensado por las redes virtuales tipo Facebook que comercializa elmarketing de la industria digital.
Y la segunda consecuencia no querida del éxito socialdemócrata es la devaluación del sistema educativo a causa de su democratización universal, que ha terminado por amortizar su potencial meritocrático. Cuando sólo la clase media cursaba estudios superiores, sus títulos eran muy apreciados porque dotaban de un fuerte impulso selectivo hacia la movilidad ascendente. En cambio, cuando la universidad se masifica y amplía a todas las clases sociales, sus títulos dejan de ser selectivos y por tanto se devalúan al dejar de proporcionar movilidad ascendente: es el fenómeno del mileurismo (o depreciación de los profesionales urbanos) que surge cuando la inversión académica en titulación superior ya no puede rentabilizarse tanto en el mercado de trabajo. Y este efecto contraproducente, que está devaluando la meritocracia y amortizando el capital humano, es el que más ha hecho por romper la anterior coalición socialdemócrata entre trabajadores de cuello azul y profesionales de cuello blanco, al perder aquellos su capital social y estos su capital humano. En suma, como señala Todd, la socialdemocracia ha entrado en decadencia porque las clases medias tituladas, por temor a su desclasamiento, han dejado de solidarizarse con los trabajadores sin titular: de ahí su rebelión fiscal, su cinismo político y su transfuguismo electoral.
¿Es irreversible el declinar del ciclo socialdemócrata? ¿O cabe esperar que se reactive por efecto de una nueva oscilación pendular? Si el anterior análisis es acertado, la recuperación de la socialdemocracia exigiría tres requisitos difíciles de reunir. Ante todo se debería recuperar la revalorización del trabajo como fuente de realización personal, tras caer en el desprecio a causa del consumo mimético. Después habría que regenerar el capital social de la izquierda, reconstruyendo sus redes informales de confianza y reciprocidad, lo que exige superar el sectarismo amoral y la xenofobia etnocéntrica. Y además se precisa un nuevo tipo de liderazgo tipo 15M, capaz de tender puentes interculturales creando nuevas coaliciones mayoritarias. Factores que podrían entrar en reacción sinérgica si la crisis actuase como agente catalizador. Pero ello no resultará posible sin una estrategia que anude compromisos con posibles aliados, un proyecto que visualice metas comunes a alcanzar y un relato que lo haga creíble despertando emociones entusiastas. Es el puerto prometido que aguarda más allá del sombrío horizonte actual.
Artículo publicado en El Pais. Opinión el 21 de mayo de 2012.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.


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