Severo Ochoa, premio Nobel en 1959./ AP |
El trabajo es la segunda parte de uno presentado en mayo con el mismo nombre, Estudio internacional de cultura científica. Este mide la actitud ante la ciencia y la tecnología. Pero lo curioso surge al cruzar los datos de ambos. En el primero se medían los conocimientos, con resultados demoledores para España. Mientras más del 50% de los encuestados en Dinamarca y Países Bajos presentaban un nivel alto de conocimiento científico, en España la proporción era del 22%. El estudio ha encuestado a 1.500 personas por país en EE UU, República Checa, Polonia, Alemania, Austria, Dinamarca, Italia, Holanda, Francia, Reino Unido y España.
Sobre el aspecto de los conocimientos, la opinión de los expertos consultados es unánime: la ciencia se enseña mal en España. Sergio Calvo, director de la Escuela de Doctorado e Investigación de laUniversidad Europea de Madrid, cree que hay que empezar desde primaria y secundaria, donde la enseñanza “no es eminentemente práctica”. En la misma línea, Joan Guinovart, director del Instituto de Investigación Biomédica (IRB en catalán) de Barcelona, afirma que lo que se enseña “parece ciencia revelada, no descubierta”, y que una solución consistiría en que “en secundaria se favoreciera la entrada en el profesorado de doctores, que han hecho cuatro años de investigación y tienen otro concepto del experimento”. Mientras tanto, lo que se aprende es “una cuestión de fe”. Emilio Muñoz, expresidente del CSIC y actualmente director científico de Asebio (Asociación Española de Bioempresas), añade que cada vez está “más convencido de la influencia de la trayectoria” de un país sin tradición.
Con la tranquilidad que da contestar por escrito, Javier Sánchez Cañizares, del Grupo de Investigación Ciencia, Razón y Fe (CRYF) de la Universidad de Navarra, afirma: “Se ha de ser cauto con los resultados de estos estudios, porque dependen mucho del modo de plantear las preguntas. No obstante, resulta muy positivo el alto nivel de aceptación que, en general, tiene la ciencia”. Sobre esta base, la buena opinión respecto a la ciencia de los españoles resulta “paradójica”, dice Muñoz. Guinovart cree que “la gente contesta lo que cree que hay que decir”. “No es coherente”, añade Calvo. Más optimista, la analista del Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública del BBVA, Consuelo Perera, cree que esta opinión positiva tiene su origen en que “con los cambios sociales de las últimas décadas, la gente se ha hecho más abierta a cualquier innovación, y tiende a valorarla”.
Eso sí, el apoyo tiene matices. Es muy alto (del 88%) cuando se le pregunta por el potencial de la energía solar, y baja al 48,8% cuando se pregunta por la ingeniería genética y al 18,8% si la cuestión es sobre clonación de animales.
“Al acercarse más al ser vivo, aumenta el rechazo”, explica Perera. Aunque también aquí influye el desconocimiento. “En España, un 35% no sabe decir para qué sirve la biotecnología”. Muñoz apunta a que, ante la falta de argumentos, “juegan mucho las creencias, y no el conocimiento”, y cree que esto sucede sobre todo con la bioingeniería. Guinovart refuerza esta idea de una manera tajante. “Hacemos de ello, de lo que es bueno o malo, seguro o peligroso, una cuestión de fe. Nos basamos en el principio de porque sí, de por definición, y no vamos más allá”.
Además, el director del IRB apunta que parte de la culpa la tienen los científicos. “Algunos temas los hemos vendido muy mal”, dice. “Empezando por el nombre”. “Es el caso de los transgénicos. Hasta la palabra es fea. Ese prefijo trans... Y se crea un rechazo que no tiene sentido. Todo lo que comemos es transgénico. El trigo que usamos no tiene nada que ver con el salvaje, ni todas esas frutas nuevas que se crean por injertos”.
Otro ejemplo polémico que pone Guinovar es el de las células madre. “En inglés no se llaman mother cells, sino stem [tallo, raíz] cells. Pero aquí les hemos ido a poner una palabra que despierta pasiones: madre. ¡Madre no hay más que una! ¡No toques a mi madre!”, ironiza. Más en serio, añade: “Cuando bautizamos algo, debemos ponerle nombres que no despierten sentimientos arcanos”.
Los mismos argumentos pueden servir para explicar la segunda parte del informe. Cuando se le da la vuelta a la pregunta y se inquiere por las “reservas” —recelos— ante la ciencia, España, con Polonia e Italia, es de las que más pegas pone. Entre las más mencionadas están que “la ciencia va demasiado deprisa”, que “perjudica más que beneficia el medio ambiente”, que “ha hecho que el mundo actual este lleno de riesgos para las personas en su vida diaria”, y que los investigadores “no deberían intentar cambiar la naturaleza”.
Que sean tres países de raíz católica los que tienen una peor opinión de la ciencia “no ha sido analizado” por los autores del estudio, señala Perera. “Puede que no tenga nada que ver”, dice.
Curiosamente, de los peligros de la ciencia mencionados a los encuestados, entre lo que menos temen está que “acabe con la religión” y “que destruya los valores morales de la gente”. Estas dos posibilidades solo reciben como nota un 4,9 y un 3,8 sobre 10.Esta apreciación se confirma en otra pregunta del informe: los límites de la ciencia. A los encuestados se les preguntó por dos posibilidades: que estos fueran de tipo ético o religioso. Se trata de una convivencia complicada, que ha generado injusticias como la condena de Servet por los calvinistas o de Galileo por los católicos.Incluso los límites que podrían parecer más obvios son defendidos por poco más de la mitad (el 54%) de los encuestados. En España esta opinión es más débil: el 41,1% lo defiende, mientras que el 47,1% está en contra. Solo otro país del estudio, Holanda, tiene datos más rotundos: el 35,4% opina que debería haber límites a la investigación y el 56,1% (el único país donde esta opción obtiene mayoría absoluta) está en contra.
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