Artículo de Claudi Pérez publicado el 5 de enero de 2014 en El Pais.
Seis años largos después
del arranque de la Gran Recesión, el número de británicos que se ven obligados
a acudir a instituciones benéficas para comer se ha multiplicado por 20, según
un informe reciente de Trussell Trust. Italia reconoció la semana pasada a
través de su Gobierno que los niveles de pobreza han
subido a máximos desde 1997. El número de españoles atendidos en los
servicios de acogida de
Cáritas ha pasado de 370.000 a 1,3 millones en lo que va de crisis.
A Grecia han vuelto enfermedades como la malaria y la peste.
La pobreza es una
abstracción, menos para quienes la padecen: los síntomas de empobrecimiento
colectivo y de creciente desigualdad están por todas partes. Desde la Gran
Depresión hasta la década de los setenta, Occidente se volvió cada vez menos
desigual gracias a lo que los economistas llaman políticas contracíclicas; a
partir de ahí todo eso empezó a arrojarse por la borda. La crisis actual no ha
hecho sino agudizar las desigualdades en Europa.
Los datos que ofrecen
Eurostat, la Comisión Europea, la OCDE, el Banco Mundial y los informes del
Luxembourg Income Studies son rotundos. Los índices de desigualdad crecieron
durante los ochenta y se redujeron en los noventa, en general, en los países
avanzados —aunque en España fue justo al revés—, para volver a agrandarse en
los años previos a la crisis. Europa era en 2007 más desigual que en 1970. Una
vez iniciada la Gran Recesión, la brecha entre ricos y pobres siguió creciendo
levemente hasta 2010, y cogió velocidad con el estallido de la crisis de deuda
—aunque ahí los datos aún tienen que confirmar con todas las de la ley los ya
numerosos indicios—, que llevó al continente a activar duras políticas de
austeridad.
Entre los países más
desiguales del continente figuran los bálticos, los latinos —España ocupa el
segundo lugar y es también el segundo país que más ha incrementado la
desigualdad entre los Veintiocho— y los de Europa del Este, junto con los
anglosajones, Reino Unido e Irlanda. Los menos desiguales son los
centroeuropeos, que en algunos casos, como los de Alemania y Holanda, han
aprovechado la crisis para reducir el abanico entre ricos y pobres.
El alud de cifras de
fuentes diversas es abrumador, y a veces contradictorio. Pero pueden espigarse
algunos números que subrayan esa tendencia indiscutible hacia la mayor
desigualdad. El 20% de los europeos más ricos gana cinco veces más que el 20%
más pobre —un indicador que crece muy levemente en la eurozona— si bien en
países como Grecia y España esa cifra es de hasta siete veces más, según Eurostat.
En España, en particular, los datos de desigualdad crecen a toda velocidad, a
un ritmo muy superior a la media. Y, al igual que en los países anglosajones,
la cicatriz es especialmente visible en el 1% más rico: en 1976, el presidente
de la tercera entidad bancaria española ganaba ocho veces más que el empleado
medio; hoy gana 44 veces más.
El ritmo es asfixiante,
aunque las magnitudes aún están lejos de las de EE UU: el primer ejecutivo de
General Motors se llevaba a casa unas 66 veces el sueldo de un empleado medio;
hoy, el presidente de Wal-Mart gana un salario unas 900 veces mayor. En
general, la tendencia es preocupante en toda Europa, pero no caben los
tenebrismos: las desigualdades son superiores en EE UU y en los países
emergentes, donde la renta per cápita sube y millones de personas han salido de
la pobreza, pero los más ricos son mucho más ricos que los pobres en
comparación con los estándares europeos.
La media docena de fuentes
consultadas para esta información coinciden en ese diagnóstico. Thomas
Picketty, autor de un monumental libro sobre desigualdad —Capital en el Siglo
XXI, aún no traducido al español—, asegura a este diario que la creciente
desigualdad europea obedece a varias razones. En economías con bajo nulo
crecimiento económico y de población, los efectos redistributivos del sistema
fiscal y del Estado de Bienestar son menores. La crisis agudiza esa tendencia:
reduce prestaciones, dificulta el acceso a la educación de los desfavorecidos y,
en general, “avería el denominado ascensor social”. La globalización, la
financiarización de las economías y la ingeniería fiscal han agudizado esa
tendencia. “El problema básico de la UE es que nuestras insitituciones
políticas no funcionan: activaron durísimos planes de austeridad para restaurar
la credibilidad fiscal, pero nada de eso ha funcionado. Europa necesita
imperiosamente más unión política, pero esta vez para acabar con la competencia
fiscal, para volver a disponer de instrumentos que permitan luchar contra la
desigualdad”, apunta.
La desigualdad es
corrosiva; el historiador Tony Judt, ya fallecido, aseguraba que corrompe a las
sociedades desde dentro. La Comisión Europea ha empezado a activarse ante un
problema que se adivina más y más importante, pero con los mecanismos
habituales: promete poner en marcha un indicador de desigualdad y, a falta de
políticas —y dinero fresco—, ha apretado el botón de alerta: “Europa encarda
una era de desigualdad creciente; la crisis ha golpeado particularmente a los
más débiles, a las generaciones más jóvenes y a las ciudades y regiones más
pobres. En los dos últimos año s hay más de siete millones de personas
adicionales en riesgo de pobreza. Hay que moverse para salvaguardar el modelo
social europeo”, explica el comisario Laszlo Andor.
Porque eso es lo que está
en juego: las tendencias actuales corroen el contrato social europeo y puede
que eso acabe desencadenando problemas sociales. Pese a que la crisis invita a
ser prudente, ya ha habido acciones más o menos violentas (Grecia, Portugal, el
movimiento 15-M) que se han movilizado contra ese incremento de la brecha entre
ricos y pobres, pese a que esos brotes son aún insuficientes para concentrar el
suficiente capital político. Y aun así, la sensación de que la alternancia
política es meramente decorativa, la impresión cada vez más generalizada de que
nada cambia en Bruselas, en Fráncfort o en Berlín, los verdaderos centros de
decisión europeos, puede provocar que toda esa presión derivada del incremento
de las desigualdades es evacúe hacia los populismos, según temen fuentes
europeas. “Los extremismos, además, buscan chivos expiatorios —la inmigración,
la corrupción, el descrédito de las instituciones— y desvían el punto de mira
del que debería ser el auténtico objetivo: reformas fiscales audaces y
cooperación fiscal internacional para taponar los agujeros negros del sistema
financiero”, apunta una fuente europea.
Charles Wyplosz, del
Graduate Institute, añade que la Gran Recesión “no ha dejado de elevar el grado
de desigualdad, y no va a dejar de hacerlo: ¿Quiénes han perdido su empleo, y
quiénes van a seguir perdiéndolo? Para suavizar eso se inventaron las políticas
contracícilicas: para acortar recesiones y aliviar el sufrimiento de los más
desfavorecidos. Pero Europa insiste en que este es el precio que hay que pagar
para purgar los pecados del pasado, el despilfarro fiscal y la falta de
reformas. En cierto modo, los políticos que han abrazado esa narrativa tienen
razón, pero en algún momento alguien tiene que darse cuenta de que todo este
castigo tiene algo de inmoral y puede llevarse por delante el proyecto
europeo”.
La desigualdad es uno de
los aspectos más controvertidos y va y viene, una y otra vez. En el siglo XIX,
Karl Marx y David Ricardo alertaron de las incógnitas que suponían altos
niveles de desigualdad para el conjunto del sistema. Tras el crack de 1929
llegaron décadas de esplendor y el debate se soterró cuando los niveles de
desigualdad bajaron drásticamente. En algunos lugares, algunos indicadores de
desigualdad vuelven a niveles próximos a los años previos a la Gran Depresión:
Estados Unidos ha tomado nota y su presidente, Barack Obama, señala la lucha
contra la desigualdad como “uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo”;
Nueva York ha elegido a un alcalde, Bill DeBlasio, que llevaba la desigualdad
como el mascarón de proa de su campaña; los mejores economistas se enzarzan en
agrias polémicas al respecto.
En Europa, cuna de Marx y
Ricardo, el nivel del debate es muy inferior. Pero empieza a estar ahí. ¿Qué
dicen los marxistas al respecto? Costas Lapavitsas, profesor de la Universidad
de Londres, es tajante: “Las políticas de rescate han agravado la desigualdad
en todos los aspectos: salarios, pensiones, desempleo, laminación del Estado
del Bienestar. Queda claro que la UE no tiene ya un programa keynesiano, que
proyecte poder blando a través del crecimiento y el nivel de vida: se ha
convertido en un proyecto neoliberal puro, elitista, socialmente insensible,
que promueve una nueva estratificación social. Dadas las pobres perspectivas de
Europa, las cosas solo pueden empeorar: política y socialmente, más desigualdad
sería un serio peligro para Europa a la vista de los extremismos que vienen”.
Desde la ortodoxia, un
economista muy diferente a Lapavitsas, Daren Acemoglu, apunta en la misma
dirección: “Lo más peligroso de la desigualdad es cuando llega a tocar la
política: la democracia corre riesgos cuando hay gente con mucho dinero que
puede llegar a tener un enorme poder”. El sociólogo español José María Maravall
huye de tenebrismos y explica que la tendencia hacia la mayor desigualdad es
inequívoca, pero en el pasado “ya pudo controlarse a través del gasto social y
de las orientaciones políticas de los Gobiernos europeos en determinadas
épocas, la más reciente durante los años noventa”. ¿Hay políticos en Europa
dispuestos a dar un golpe de timón con políticas redistributivas, y electorados
dispuestos a apoyarles?
Artículo de Claudi Pérez publicado el 5 de enero de 2014 en El Pais.
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