Bauman, durante su visita a Madrid (Efe) |
Sonríe feliz cuando
encuentra un cenicero en la sala que la Fundación Rafael del Pino ha habilitado
para las entrevistas de prensa. Fumador empedernido, tiene su pipa (apagada) a
mano durante la conversación, en la que muestra una vitalidad inesperada para
sus casi noventa años. Zygmunt Bauman, nacido en Polonia en 1925, reside
en el Reino Unido desde 1971, donde fue profesor en la Universidad de
Leeds, pero fue a partir de los 90 cuando su obra se popularizó,
convirtiéndose en el sociólogo de referencia, gracias a aportaciones
conceptuales como sociedad líquida. Autor prolífico de éxito tardío, asegura
escribir lo mismo que antes, sólo que ahora se lo publican. España le
concedió en 2010 el premio Príncipe de Asturias de Humanidades, exaequo
con Alain Touraine.
En su último libro
publicado en España, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?
(Paidós), Bauman refuta esas tesis populares según las cuales vivimos en un
mundo mejor porque hay más riqueza global. ”Podemos valorar cómo está el mundo
haciendo una media, pero el ser humano medio no existe, es una ficción
estadística. Una investigación muy iluminadora, realizada por Richard
Wilkinson y Kate Pickett [editada por Turner en España con el
título Desigualdad], muestra cómo la calidad de vida de una
sociedad no se mide a través del ingreso medio, sino mediante el grado de
desigualdad en los ingresos. El alcoholismo, la violencia, la criminalidad y
demás patologías sociales aumentan cuando lo hacen las desigualdades aunque la
riqueza global se incremente”.
No nos encontramos en un
buen momento, asegura el sociólogo, porque estamos de repliegue,
regresando a cotas de desequilibrio que creíamos haber abandonado para siempre.
Bauman señala que en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial
las políticas estatales intentaron que aumentase la riqueza total, pero también
que su distribución alcanzase al mayor número de gente posible, de modo que
cada vez más personas pudieran incorporarse a una situación de bienestar. Sin
embargo, a partir de los 70, esa tendencia cambió de sentido, acelerándose
ahora de modo preocupante. Bauman recurre a palabras del Papa Francisco
para señalar cómo esas diferencias en los ingresos se han hecho demasiado
evidentes: “las ganancias de una minoría están creciendo exponencialmente,
lo que provoca que también crezca la brecha que separa a la gran mayoría de la
prosperidad que disfrutan esos pocos felices”.
“Nadie se siente seguro
hoy. Nadie confía en el porvenir”
Las consecuencias sociales
de esa separación son notables. En primera instancia, porque construyen una
perspectiva vital radicalmente distinta. Según el autor de La posmodernidad
y sus descontentos, en las sociedades de mediados de siglo XX existía una
clase media que miraba confiada hacia el futuro, en el cual se veía viviendo
mejor, y un menguante proletariado integrado por personas que vivían muy cerca
o por debajo de la línea de pobreza. Pero hoy “esa distinción se está borrando.
La clase media y los proletarios forman parte ya de una clase conjunta, el
precariado, gente que no está segura de su futuro. Las leyes del mercado
implican que tu compañía pueda ser devorada por otra y tú te vayas a la calle,
perdiendo de pronto todo lo ganado en una vida. Nadie se siente seguro hoy.
Nadie confía en el porvenir”.
Un ejemplo significativo
de esa pérdida de horizonte vital aparece en las nuevas generaciones “que son
las primeras desde 1950 que no inician su trayectoria a partir de lo logrado
por sus padres, sino que están preocupadas tratando de alcanzar y recrear
las condiciones bajo las que han vivido. No miran al futuro, están replegadas y
a la defensiva, y ese es un cambio muy poderoso”.
En segundo lugar, porque una brecha de tal
magnitud provoca que la sociedad pierda toda cohesión. El autor de Trabajo,
consumismo y nuevos pobres señala que los buenos indicadores
macroeconómicos eran celebrados “porque antes pensábamos que la riqueza que se
generaba arriba iría filtrándose hacia abajo y acabaría beneficiando al
conjunto. Pero los nuevos millonarios han construido una barricada respecto
del resto de la población. Se han encerrado en el castillo y han levantado
los puentes levadizos”.
Esa actitud implica también la ruptura del
pacto no escrito según el cual los privilegios conllevaban también
obligaciones. Ese deber moral que los más favorecidos tenían respecto de
las personas que convivían con ellos se concretó en una serie de acciones
políticas y empresariales que Bauman ejemplifica en el instante en que Henry
Ford, a principios del siglo XX, “dobló el salario a sus trabajadores
argumentando con humor que quería tener empleados que pudieran comprar los
coches que fabricaba. Al hacer eso, consiguió que fueran fieles a su empresa,
pero al mismo tiempo estableció una relación de dependencia mutua. Ahora esa
relación ha sido cancelada de forma unilateral”.
Un ‘doble vínculo’ fatal
Bauman (Efe) |
Ese sentido de la responsabilidad se pierde
porque las nuevas élites se han desvinculado de los territorios en los que
residen. “Carecen de sentimiento de pertenencia, por lo que no tienen ningún
lazo con la que gente que les rodea. Les basta con un portátil para
trasladar toda su fortuna a otro país más complaciente…”. La separación de
este deber moral hace las sociedades mucho más inhóspitas, ya que los lazos
sociales se rompen inevitablemente cuando el objetivo pasa a ser la mera
supervivencia. “Hemos entrado en un mundo sin piedad en el que tienes que
demostrar a tu jefe que eres irremplazable, y donde tu principal objetivo es
que no te echen cuando llegue la siguiente ronda de recortes”. En ese
contexto, también las posibilidades de resistencia se debilitan, “porque cuando
rebelarte sólo conlleva que te despidan y hacer huelga sólo provoca
que los dueños cierren la empresa y se la lleven a un país en el que los
sueldos son muy bajos, es más que probable que nadie se movilice”.
Esta situación de manos
atadas que vivimos en lo laboral es una característica que define plenamente a
nuestras sociedades, en las que el gran problema ha pasado de ser ‘qué podemos
hacer’ a ‘quién va a hacerlo’. Según Bauman, nos metemos con los políticos
diciendo que son corruptos, que no tienen corazón o que sólo se preocupan de su
propia agenda, pero aunque fueran honestos y sabios seguirían teniendo que
enfrentarse a lo que Gregory Bateson llamó doble vínculo, un
mandato en el que deben realizarse dos órdenes contradictorias al mismo tiempo.
Por una parte, “los políticos saben que tienen que someterse a la reelección, y
por tanto deben escuchar a la gente y prometerles aquello que les piden, pero
por otro tienen que lidiar con ese estrato que Manuel Castells llamó
espacio de los flujos, donde habitan desde el capital financiero hasta las
mafias, y que resiste muy fácilmente a los poderes locales. Si no hacen lo que
quieren, se marchan a otro sitio más hospitalario. Si los políticos siguen
el deseo de sus votantes, serán reelegidos, pero no podrán llevar a cabo lo que
prometieron; si se someten a lo que se les pide desde este poder
transnacional, serán alabados, pero no reelegidos. Tienen que reconciliar lo
irreconciliable”.
Según Bauman, hace treinta años, los
gobiernos nacionales tenían en sus manos los resortes necesarios para activar
las políticas que decidían. Hoy sin embargo, “vivimos un divorcio entre el
poder y la política. Ésta se mantiene local, igual que en siglo XX, mientras
que el poder real, el que se reside en los flujos, es extraterritorial. Los
estados fueron creados para que las naciones controlaran sus propios destinos,
pero ahora no están preparados para manejar la nueva situación”.
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