III Articulado
de la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
La
Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano se compone de un
preámbulo de quince líneas, y de diecisiete artículos, el más corto de dos
líneas y el más largo de seis (texto original). Es un texto muy breve,
redactado sin un plan, con cierto desorden y donde resalta el lado más
metafísico, abstracto, que ya se pudo observar en las declaraciones norteamericanas.
La Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano es también “una condena de los antiguos abusos y de los
privilegios” (Lions, 1991:151).
En el
preámbulo se cita su pertenencia a la doctrina del derecho natural, como
fundamento del orden social, “bajo los
auspicios del Ser Supremo”. Y resalta claramente la noción de bondad
natural del hombre. La ignorancia, el olvido y el menosprecio son responsables
de todos los males que aquejan a la humanidad “(…) la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre
son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los
gobiernos (…)”. Proclamados estos derechos (naturales) y modificada la
constitución social, la humanidad dejará de sufrir. Derechos que no han sido
creados ni otorgados por ninguna institución social o política, sino que lo son
preexistes, y la Asamblea se limita a “reconocer”
su existencia y a declarados solemnemente. Igualmente éstos no son susceptibles
de enajenación o de transferencia, y deben de ser protegidos y respetados, pues
son esenciales al ser humano. Derechos destinados a cumplir un fin de
limitación del Estado, y su conservación es el objeto de toda asociación
política: son derechos de protección de la independencia y de la autonomía
individual.
Siguiendo
la tipología de Monique Lions (1991), la Declaración de los Derechos del hombre
y del ciudadano establece dos series de disposiciones. En primer lugar, enumera
los derechos naturales e imprescindibles del hombre y del ciudadano (artículos
1, 2, 4, 7, 8, 9, 10, 11, 13 y 17), y en segundo lugar, expresa los derechos de
la nación (artículos 3, 5, 6, 12, 13, 14, 15 y 16), como los de organización
política, que vienen a ser los fundamentos del nuevo derecho público.
El principio de la igualdad está contenido
en el artículo primero, “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales
en derechos”. Los
derechos del hombre son declarados a sabiendas de que no existe un sujeto autónomo
que los ejerza. La emancipación del individuo-hombre afirmada por los derechos
humanos corresponden con la alienación colectiva y el reforzamiento del papel
del Estado. Una “atomización sin
colectividad conduce a la exaltación del Estado” (Sauquillo 2007:5). El origen del discurso sobre
el origen de los derechos son las revoluciones burguesas y no el derecho
natural racionalista que opera como simple inspiración. La aportación realizada
por el constitucionalismo francés es la juridificación de los derechos humanos
en la Constitución de 3 de septiembre de 1791, que garantizaría la protección
de los derechos naturales y civiles publicados en la Declaración que les
antecede. Pero el constitucionalismo francés no induce la idea de derechos del
hombre y del ciudadano, de raíz protestante.
La ciudadanía francesa quería remover catorce siglos de
forma de gobierno hereditaria, ocho siglos de la misma dinastía perpetua. Los
derechos humanos no son garantías y libertades a demandar sino reclamaciones de
restauración del espacio público. Desde la emergencia de la revolución, los
derechos humanos establecen a un nuevo soberano junto al antiguo pero el
propósito es ser fuente absoluta y única del orden político. Cuando se debate
la Constitución jacobina de 1793, se procuraría desencajar a los derechos del
ciudadano singular “(…) de los derechos
de la nación tomada colectivamente” (Sauquillo 2007:6). Se busca una armonía
entre mantener la independencia y fomentar la obediencia a la ley para que la capacidad
de autonomía de los ciudadanos se manifieste en poder social.
En Francia no se recurre al precedente normativo de la
naturaleza sino a la cohesión de la sociedad; los derechos individuales se depuran
en la sociedad. No existen derechos si no es dentro de la interacción entre unos
y otros (todo lo que es derecho particular es derecho colectivo) que orienta a
que sólo en la Nación se contextualice todos los poderes y derechos. El gobierno
representativo de la nación se legitimó igualmente en los derechos como en los
deberes de los individuos. La reclamación de obediencia a la República, la exigencia
de deberes a los ciudadanos, conlleva el compromiso del estamento público de garantizar
la conservación de los ciudadanos que no consiguen por sí mismos su autonomía. Frente
los abusos del poder monárquico, quiere ser garantía para los individuos y construir
obstáculos jurídicos frente el despotismo. La Declaración de Derechos francesa procura
construir un corpus político organizado en dicotomía con el monarca. Persigue
ser “norma de definición del poder
colectivo” (Sauquillo 2007:6), al
transfigurar los derechos individuales en poder de la Nación, y “regla de limitación de la empresa de este
mismo poder sobre los individuos” (Sauquillo 2007:6), al preservar la esfera de libertad individual ante al
Estado monárquico. Una declaración tiene un excepcional valor simbólico
y efectivo, pues hace categórica y firme la voz de un pueblo.
El artículo 4º de la Declaración
de Derechos del hombre y del ciudadano ofrece una definición fundamentalmente negativa
de la libertad, “La libertad consiste en
poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los
derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan
a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Tales
límites sólo pueden ser determinados por la ley”. Se define, por tanto, por
sus límites. No obstante, se no muestra como un poder, no ya como una concepción
al estilo de Locke.
Sin embargo, el concepto de
libertad se encuentra fuertemente relacionado con el de propiedad, a el que
está dedicado el artículo 17: “Siendo la
propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella,
salvo cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija de modo
evidente, y a condición de una justa y previa indemnización”. Hoy en día “somos sensibles a la prudencia de este
texto, a los adverbios y adjetivos que garantizan los derechos del propietario;
pero en 1789 no se estaba lejos del tiempo en que los doctrinarios del
absolutismo afirmaban que el monarca era propietario del reino” (Touchard,
2010:359). La Declaración de 1789 indica, respecto a tales doctrinas, una
ruptura que no será ya discutida.
La Declaración de Derechos afirma
no sólo la soberanía de la nación, sino la ilegitimidad de una política basada
en los cuerpos intermedios: “El principio
de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún
individuo, pueden ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella”
(Artículo 3º).
De la Soberanía de la nación proviene
la soberanía de la ley. Del artículo 5º al artículo 11º la expresión se repite diez
veces, como se repetirá incesantemente en los discursos de Robespierre (Montesquieu
hablaba de las leyes; Robespierre de la ley). Esa majestad de la ley se
encuentra reforzada por el carácter religioso de una declaración hecha “en presencia del Ser Supremo y bajo sus
auspicios”. Los derechos del hombre, además de naturales e inalienables,
son sagrados, y ningún hombre puede ser inquietado por sus opiniones, ni
siquiera religiosas “Nadie debe ser
incomodado por sus opiniones, inclusive religiosas, a condición de que su
manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley” (Artículo
10º).
La Declaración de Derechos,
racionalista y deísta, es la suma de la filosofía de las luces. Algunos pasajes
hacen pensar en Montesquieu, como la referencia a la separación de poderes, en
el artículo 16; otros en Rosseau, como la referencia a la voluntad general, en
el artículo 6º: “La ley es la expresión de la voluntad general. Todos
los ciudadanos tienen derecho a contribuir a su elaboración, personalmente o
por medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos, ya sea que
proteja o que sancione. Como todos los ciudadanos son iguales ante ella, todos
son igualmente admisibles en toda dignidad, cargo o empleo públicos,
según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus
talentos”.
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