VIII.
Durkheim y la ciencia
Según Durkheim en nuestras sociedades individualistas
y racionalistas, “la ciencia detenta hoy
la autoridad intelectual y moral suprema” (Aron 2004:283). Es posible sin
embargo superar esta frontera, y no quedarse de este lado y rechazar las
enseñanzas de la ciencia. La sociedad que determina y favorece el florecimiento
del individualismo y el racionalismo necesita creencias comunes, como toda
sociedad. La religión tradicional no responde a las exigencias del espíritu
científico, ya no puede suministrar estas creencias.
Max Weber consideró improbables las tesis de Durkheim
sobre el origen universal de la religión y la sociedad en el totemismo.
Radcliffe-Brown adoptó a grandes rasgos la posición de Durkheim, pero más tarde
declararía que “el totemismo era la base
no sólo de la religión y la sociedad, sino también del pensamiento científico”
(Barfield 2001:645), opinión que no era ajena a Durkheim, pero subordinada a su
preocupación por la determinación social de la actividad humana.
La sociología parte del supuesto de que la realidad
se concibe socialmente y que, por lo tanto, las ideologías, la religión, la
ciencia, así como las concepciones que interpretan y dan sentido a la vida
cotidiana de los hombres, tienen raíces sociales. Esto implica reducir la
ciencia, por ejemplo, a meros subproductos sociales. Pero nada “impide que la sociología analice la fuerte
interdependencia que hay entre ciertos modos de filosofar y ciertas condiciones
sociales” (Giner 2010:212).
La razón para oponerse a la investigación científica
de la ciencia puede clarificarse acudiendo a la dicotomía entre lo sagrado y lo
profano. Para Durkheim, esa diferenciación está en la raíz misma del fenómeno
religioso. Bloor explica que la extraña actitud hacia la ciencia se podría
expresarse si se tratara como algo sagrado y que permanece a una distancia
considerable. El trabajo de la ciencia surge de fundamentos que no se sustentan
en aquellos que actúan en la órbita profana de la política y del poder.
No es previsible que quienes encuentran en la ciencia
la misma figura del conocimiento, concedan a la religión igual autenticidad, y
por ello puede esperarse cierta hostilidad hacia esa equiparación. La conducta
religiosa se desarrolla alrededor de la disyunción en primer lugar, entre lo
sagrado y lo profano, y en segundo lugar, por el alcance de esta distinción y
su similitud con la postura que con asiduidad se deriva de la ciencia. El que
cristalice este punto de encuentro posibilita que puedan “aplicarse a la ciencia otros análisis existentes sobre la religión” (Bloor
2003:90).
Si de lo que se trata es que la ciencia es sagrada,
Bloor se cuestiona si se explica con ello, por qué no debe aplicarse a sí misma.
Subyace en todo esto, el pretérito debate de una parte de la comunidad
científica, sobre la idoneidad en considerar la sociología como disciplina
científica, entonces la sociología del conocimiento seria dependiente de la
dimensión de lo profano. Adjudicarle “el
derecho a referirse a la ciencia propiamente dicha sería poner en contacto a lo
profano con lo sagrado” (Bloor 2003:91). No existe nada en la metodología
de la sociología que sea incompatible con la ciencia. Bloor afirma que no es
que “la sociología del conocimiento esté
simplemente al margen de la ciencia y, por tanto, suponga una amenaza para
ésta, sino más bien que debe mantenerse fuera de la ciencia porque el objeto de
estudio que ha elegido la convierte en algo amenazador” (Bloor 2003:91): es
su propia naturaleza la que la transfigura en una amenaza. Este autor subraya
que la sociología del conocimiento no es considerada como una ciencia porque es
muy joven y está aún poco desarrollada. Hay ciencia allí donde hay método. Si
el método nos ayuda alcanzar la verdad, la sociología del conocimiento “nace al mismo tiempo como método para evitar
el error eliminando falsedades o distorsiones” (Giner 2006:833)
La ciencia no es sólo una parte autónoma, está sujeta
a una dualidad de origen que se muestra mediante todo un abanico de
diferencias. El conocimiento tiene sus aspectos sagrados y su cara profana,
como la propia naturaleza humana. Sus aspectos sagrados proyectan todo aquello
que valoramos que está en lo más alto. Apunta Bloor que el origen de la fuerza
religiosa que actúa en el mundo profano nunca debe dar a los creyentes tal
grado de confianza que les haga olvidar la diferencia decisiva entre ambos; no
debe ponerse tanta confianza en las rutinas de la ciencia como para concederles
de una autosuficiencia que obvie el requisito de derivar su fuerza de una “fuente de naturaleza diferente y más
poderosa” (Bloor 2003:92).
Se produce entonces, según el autor, la paradoja de
que quienes defienden la ciencia con mayor vehemencia sean precisamente los que
ven con más irritación que la ciencia se aplique a estudiarse a sí misma.
Emerge una sólida crítica a aquellos que no quieren la refutación, a considerar
la ciencia sagrada, queda por tanto deificada. Esto la resguarda de la
toxicidad que abatiría su utilidad, su autoridad y su poder como fuente de
conocimiento.
IX.
La sacralidad y secularización de la ciencia
Existen los que se sitúan en trazar unos límites a la
ciencia, reclamando otras formas de conocimiento. Lo que para ellos es sagrado
es algo no científico, como el sentido común o la singularidad de una cultura.
Si la ciencia intenta interesarse por estos temas, se oponen a ellos con
argumentos filosóficos, ya pueda tratarse de la física, la economía o la misma
sociología. Bloor expone la hipótesis de que a la ciencia y al conocimiento se
le puede otorgar el mismo procedimiento que los creyentes dan a lo sagrado:
permite comprender un aspecto particular de nuestros valores intelectuales.
Posiblemente la singularidad del fenómeno sería suficiente para justificar la
de la propia hipótesis.
En este momento el autor formula la siguiente
cuestión: ¿por qué debería otorgarse al conocimiento un rango tan notable? Aquí
Bloor hace uso de la tesis general de Durkheim, la religión es fundamentalmente
un modo de percibir y de hacer descifrable la experiencia que tenemos de la
sociedad en que vivimos. Durkheim alude que la religión es, “antes que nada, un sistema de ideas con el
cual son miembros, y las oscuras, aunque íntimas, relaciones que mantienen con
ella” (Bloor 2003:95). La
diferencia entre lo sagrado y lo profano aleja aquellos objetos y prácticas que
simbolizan los fundamentos sobre los cuales se organiza la sociedad. Éstos
afrontan el poder de su fuerza colectiva, una fuerza que puede amparar a sus
miembros, pero que también puede sancionar sobre ellos con una coerción de
eficacia muy potente.
Sumergidos como estamos en la sociedad no podemos
razonar conscientemente sobre ella como un todo a no ser que nos sirvamos de
una representación simplificada, una reducción, una imagen o lo que “se puede denominar una ideología” (Bloor
2003:98). La religión en el sentido de Durkheim es una ideología de este tipo.
Lo cual significa que esa inderteminada sensación de identidad entre
conocimiento y sociedad proporciona un canal a través del cual nuestras
ideologías sociales simplificadas entran en relación con nuestras teorías del
conocimiento. Son esta ideologías,
más que la totalidad de nuestra experiencia social real, las que posiblemente
gobiernan y ordenan nuestras teorías del conocimiento.
Tomás Javier Prieto González
Santa Cruz de Tenerife
28 de abril de 2013
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