Artículo de Paul Krugman publicado en El País el 4 de diciembre de 2013
Como el experto Barry
Ritholz nos recordaba recientemente en una entrada de su
blog en Internet, acabamos de pasar el tercer aniversario de la
publicación de la carta sobre devaluación e inflación en la que los gurús
de la economía advertían a la Reserva Federal de que las políticas de
relajación cuantitativa tendrían consecuencias nefastas. Estaban completamente
equivocados.
Al releer ahora la carta hay que preguntarse
qué clase de modelo económico tenía en mente el grupo. Los autores afirmaban
que “las proyectadas compras de activos comportan un riesgo de depreciación de
la moneda y de inflación, y no creemos que logren el objetivo de la Reserva
Federal de promover el empleo”.
Por tanto, serían inflacionistas sin ser
expansionistas. ¿Cómo se supone que funciona esto? En su exposición, Ritholz
esgrimía el error de estas personas como una razón para no escucharlas, y,
desde luego, es una señal de alarma. Sin embargo, mi posición es que no solo se
trata de averiguar si la gente se ha equivocado, sino también preguntarse cómo
ha reaccionado cuando los acontecimientos no han seguido el rumbo que ellos
habían predicho.
Después de todo, si escribes sobre temas de
actualidad y nunca te equivocas es que no te estás arriesgando bastante. Pasan
cosas, y a veces no son las cosas que pensabas que pasarían.
¿Qué hacer entonces? ¿Pretender que nunca
dijiste lo que dijiste? ¿Arremeter contra tus detractores y hacerte la víctima?
¿O intentar descubrir en qué te equivocaste y por qué, y revisar tus ideas en
consecuencia?
A lo largo de los años me he equivocado
muchas veces, en general sobre cuestiones menores, pero a veces sobre otras
importantes. Antes de 1998 no creía que la trampa de la liquidez fuese un
problema serio. El ejemplo de Japón hizo pensar que me equivocaba, y al final
llegué a la conclusión de que de hecho era un grave problema. En 2003 pensaba
que Estados Unidos era posiblemente vulnerable a una pérdida de confianza al
estilo de la crisis asiática. Cuando nada de eso ocurrió, me replanteé mis
modelos, me di cuenta de que el endeudamiento en moneda extranjera era crucial
y cambié mi punto de vista.
El caso del euro fue algo diferente: yo era
muy pesimista sobre la estrategia de austeridad y de devaluación interna, que
creía que tendría un coste terrible. Y tenía toda la razón. También supuse que
se demostraría que ese coste era políticamente insostenible, y que conduciría a
una crisis del propio euro. Al menos hasta ahora, me he equivocado. Mi modelo
económico funcionaba bien, pero mi modelo político implícito, no. De acuerdo,
así son las cosas.
¿Alguno de los firmantes de la carta de 2010
ha admitido haberse equivocado y explicado por qué se equivocaron? Me refiero a
“alguno” de ellos. Que yo sepa, no. Y, en este punto, el tema se convierte en
algo más que una discusión intelectual. Se convierte en una prueba de carácter.
© 2013 The New York Times
Traducción de News Clips.
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