Golpeado con
saña por el neoliberalismo, el Estado de bienestar se tambalea. Las leyes,
antiguas garantes de las libertades, son maniatadas por decretos de urgencia.
La pérdida gradual de derechos laborales y prestaciones sociales rompe la
cohesión social. Un argumento justifica la lógica política de esta guerra no
declarada: la crisis económica obliga a tomar medidas excepcionales. Los gastos
(nunca se habla de inversión) del Estado de bienestar, la parte social, no se
pueden asumir, repiten cual tétrica letanía. Las partidas presupuestarias
destinadas a las clases populares -aquellas para las que Robespierre reclamaba
ayuda y asistencia- se reducen. Parece claro que su finalidad es desmontar el
estado de bienestar. Sin embargo, van más lejos. El capitalismo pretende
destruir el estado: la última frontera, al menos a priori, del principio
de igualdad. Instaurado el librecambio financiero sin control estatal,
dominando los intereses privados la esfera de lo público, entregados los
recursos colectivos a los designios del mercado y fragmentada la vida social,
el objetivo final del neoliberalismo aparece: el control ideológico de las
emociones y, por extensión, sobre la incertidumbre proyectada en los
ciudadanos. Instrumental para pulir vidrios, unos cuantos libros pequeños, un
abrigo verde turco y un pantalón; otro abrigo de color, cuatro sábanas, siete
camisas, una cama y una almohada, diecinueve cuellos, cinco pañuelos, dos
cortinas rojas, una colcha, un pequeño cobertor de cama y dos hebillas de
plata. Spinoza, el temido pensador de la subversión, falleció el 21 de febrero
de 1677 y fue enterrado el día 25. Tenía 44 años. Dejó deudas, muy pocas, y una
obra política y filosófica singular que cobra actualidad. Al barbero, Abraham
Kervel, le debía un trimestre de afeitado: 1,90 florines.
Antes de la
aceleración expansiva del modelo capitalista, la tensión social -la lucha
política organizada de la clases sociales y la multitud- había conseguido que
el Estado de bienestar estuviera respaldado, al menos en parte, por la
ciudadanía, haciendo de lo común, de los elementos colectivos (sanidad,
transporte, justicia, educación, igualdad de oportunidades), parte integrante,
con matices, de la vida cotidiana. Ese apoyo, basado en el sentimiento de
convivencia y pertenencia a una comunidad, era el mecanismo de contención
frente a la ambición de los grupos de interés. Este juego de contrapoderes
funcionó, al menos en Europa, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta
los primeros años ochenta (por fijar fechas). La extremada aceleración del
modelo, proceso conocido como globalización o mundialización, ha producido,
impulsado por la capacidad tecnológica, la ruptura del tejido social y la
ausencia de la idea de pertenencia. En la actualidad, individuos aislados,
atemorizados por la pérdida de la felicidad y la inestabilidad (como explica
Richard Sennett), vivimos (casi) en un estado natural, “prepolítico”, donde
apenas influimos en las decisiones que afectan a la vida diaria de la
comunidad.
Baruch
Spinoza (1632-1677), asistió, en la República de las Provincias Unidas, cuyo
motor era Holanda, a una situación parecida a la actual. A mediados del siglo
XVII, ese pequeño territorio, gobernado por Johan de Witt, era lo más parecido
a una sociedad civil de libertades, refugio de pensadores y artistas, sostenida
por un floreciente comercio. Eran libres, conscientes, y negaban, unidos, pese
a sus diferencias, cualquier autoridad, monárquica o civil, que no fuera electa
y consensuada. La experiencia duró poco. Volvió la Casa de Orange, manu
militari, con su represión de espadas y valores, igual que ahora vuelve el
neoliberalismo (la versión 3.0. del individualismo), bajo el pretexto de la
recesión mundial, para terminar con el estado (social), heredero del pacto
capital-trabajo. Demasiados derechos y un “mercado laboral rígido” impiden el
desarrollo económico, sostienen. Flexibilizar, desmontar el tejido social, es
la consigna: romper el estado y, por extensión, partir por la mitad la columna
vertebral, incluso, de esta imperfecta e insuficiente "democracia de
superficie".
"El
hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según
leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde solo se obedece a sí
mismo". Así argumentaba Spinoza ( Ética, IV, LXXIII) su defensa del
Estado como engranaje político de convivencia asociado al progreso humano
frente a un "estado de naturaleza", anterior al pacto social.
Coetáneo de Hobbes, del que se diferencia, y antesala de lo que luego será la
teoría del contrato social de Rousseau (hasta llegar a Rawls y Habermas), esta
senda de progreso civil es la que hoy está recorriendo, en sentido inverso, el
neoliberalismo. Defensor de lo público, entendido como lo común, lo colectivo,
es decir, lo que une por la base a los individuos entre sí en una sociedad, la
reivindicación del pensamiento político de Spinoza, su idea de la necesidad de
una colectividad crítica (aquí su engarce con Maquiavelo) se hace más necesaria
que nunca en sociedades de hiperconsumo donde el único vector social es la
satisfacción instantánea. Spinoza piensa en un Estado firme y seguro, soberano,
apoyado en las decisiones populares, defensor de los individuos (y sus
libertades) que vele, a su vez, por el destino de la multitud (y sus derechos).
Esta doble misión, protección de las libertades individuales y colectivas, y
pervivencia del Estado como garantía de estos derechos, es lo que hace
imprescindible la revisión detenida de sus obras.
La pérdida
paulatina de la soberanía nacional, traspasada a entes supranacionales, no
todos electos, ha causado estragos tanto en la capacidad gubernamental para
dirigir el futuro de la nación (toma de decisiones), como en la posible
respuesta colectiva (presión popular). Maniatados los Gobiernos, la impotencia
de la contestación se hace palpable. Nuestra experiencia (y nuestra capacidad,
por tanto, para combatir la injusticia) mutará en mercancía intercambiable ya
que -sostiene J. Rifkin- en el capitalismo sin producción la mano de obra -tal
cual la conocemos- será residual en unas décadas (La era el acceso,
Paidós, 2000).
Las naciones
soberanas (aunque formen, en el mundo global, entidades supranacionales) son
aquellas cuya soberanía popular está viva y reconstruye, con el control sobre
las instituciones, su identidad política. Solo una multitud creativa y
espontánea, libre, puede formular, dotándose de instituciones fuertes pero
flexibles, una verdadera teoría democrática del poder que incluya,
necesariamente, una teoría de la subversión. Spinoza marcó los límites con
dramática precisión en su Tratado Político, Cap.4, 6: "No cabe duda
que los contratos o leyes, por los que la multitud transfiere su derecho a un
Consejo o a un hombre, deben ser violados, cuando el bien común así lo
exige".
Cuando el
Gobierno da la espalada a la ciudadanía, a las clases más desfavorecidas, es
lícito romper los acuerdos de cesión del poder. Las elecciones (generales o
autonómicas, en nuestro caso) son el instante de expresión de la soberanía,
argumentarán los partidarios del sistema de partidos y de la democracia de
mercado. Sabido es que el hastío que siente el cuerpo social hacia las formas
políticas tradicionales hace de este "momento democrático" una rutina
más dentro del sistema político. Baste citar, en el caso español, la injusticia
de ley electoral en vigor para demostrar cómo la soberanía se expresa en un
marco de "libertad vigilada", o la importante abstención en las
elecciones de EE UU (42,63% en las últimas presidenciales, 2008, pese al
efecto Obama).
Resulta
paradójico contemplar, en la actualidad, la frustración emocional que conlleva
en la ciudadanía, esencialmente en los países de Europa del Sur, después de
veinte años de frenético consumo, la imposibilidad material de acceso a los
bienes y cómo el descrédito de la política (como actividad pública) y de los
partidos políticos y sindicatos (vehículos de esa actividad) puede estar
asociada con esa frustración. La pérdida de derechos adquiridos, la precariedad
laboral y la reducción drástica de elementos claros de armonización pública
parecen, en sociedades anestesiadas por los medios de comunicación, elementos
menos graves que la imposibilidad material de consumir. Nadie fija la mirada en
los dirigentes en tiempos de (falsa y aparente) bonanza. Crisis e inestabilidad
política han sido, a lo largo de la historia, basta repasar el siglo XX, claros
antecedentes de soluciones caudillistas o dictatoriales. "Por lo demás,
aquella sociedad, cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se
comportan como ganado, porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien
el nombre de soledad que de sociedad", recuerda Spinoza, mediados del
siglo XVII, enfurecido ante las diferentes formas de apatía social y política,
en su Tratado Político, cap. V, 4.
Una vuelta a
una especie de "estado de naturaleza", al que el neoliberalismo
quiere arrastrar a las sociedades modernas, es el nuevo campo de batalla, el
sorprendente espacio de acción donde los cantos de sirena de la plural
subjetividad desaparecen y la identidad, la pertenencia a un sujeto histórico
determinado (hoy múltiple), debe adquirir, renovada, la dimensión de discurso
político. Sólo en la Historia, entendida como narración de la experiencia y
acción, puede la ciudadanía recuperar su ser, su potencia soberana. Y es en
esta reconstrucción de las relaciones afectivas entre mujeres y hombres libres
e iguales, entendidas como relaciones políticas, al decir de Spinoza, donde se
encuentra el tejido social-emocional -armazón de la soberanía popular-
desaparecido bajo la jerarquía de valores (y trampas) del capitalismo. "De
una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque son presa del terror,
no cabe decir que goce de paz, sino más bien que no está en guerra" (
Tratado Político, cap.V, 4). Spinoza, pese a sus sucesivas derrotas (sufrió
un intento de asesinato, fue expulsado de la Sinagoga por ateo, sus libros
fueron prohibidos), insistía en la cohesión como único antídoto contra la
molicie. "No son las armas las que vencen los ánimos, sino el amor y la
generosidad".
Este
holandés de lejano origen ibérico, cuyas ideas parecen escritas para esta
crisis, destaca por materialista frente a propuestas religiosas o místicas; por
radical, frente a la tibieza del cálculo del consenso y por revolucionario,
puesto que plantea una formulación de la multitud, la comunidad consciente,
como soberanía vigilante. De ahí su importancia, teórica y práctica, para
devolver, en tiempos de secuestro, la democracia a la ciudadanía.
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