Fuentes de resistencia al programa fuerte
Si
la sociología no pudiera aplicarse minuciosamente al conocimiento científico
supondría que la ciencia no podría conocerse científicamente a sí misma.
Mientras que tanto el conocimiento de otras culturas como los elementos no
científicos de nuestra propia cultura pueden conocerse a través de la ciencia,
ésta, de entre todas las cosas, sería la única en no permitir el mismo
tratamiento.
Aquellos
que echan en cara a la sociología del conocimiento la autorrefutación sólo
pueden plantear sus argumentos en la medida en que estén dispuestos a aceptar
una limitación autoimpuesta sobre la ciencia misma.
A
fin de comprender las fuerzas que han producido este extraño rasgo distintivo
de nuestras actitudes culturales será necesario desarrollar una teoría sobre el
origen y la naturaleza de nuestros sentimientos en torno a la ciencia. Para
hacer esto recurriré a Las formas elementales de la vida religiosa de Durkheim
(1915). La teoría que propondré se basa en una analogía entre ciencia y
religión.
Una aproximación durkheimiana a la ciencia
La
razón para resistirse a la investigación científica de la ciencia puede
alumbrarse recurriendo a la distinción entre loa sagrado y lo profano. Para
Durkheim, esa distinción está en le corazón mismo del fenómeno religioso.
La
extraña actitud hacia la ciencia sería explicable si se la tratara como algo
sagrado, y, por tanto, como algo que se mantiene a una distancia respetuosa. El
trabajo de la ciencia procede de principios que no se fundamentan en aquellos
que operan en el mundo profano de la política y del poder.
Es
poco probable que quienes encuentran en la ciencia el mismo epítome del
conocimiento otorguen a la religión igual validez, y por ello puede esperarse
cierta aversión hacia la comparación. La conducta religiosa se construye en
torno a la distinción entre lo sagrado y lo profano y las manifestaciones de
esta distinción son parecidas a la postura que con frecuencia se toma hacia la
ciencia. Y el que exista este punto de contacto permite que puedan aplicarse a
la ciencia otros análisis existentes sobre la religión.
Si
la ciencia se trata como si fuera sagrada, ¿se explica con ello por qué no debe
aplicarse a sí misma? Muchos filósofos y científicos no consideran que la
sociología forme parte de la ciencia, así pues, la sociología del conocimiento
pertenece a la esfera de lo profano y concederle el derecho a referirse ala
ciencia propiamente dicha sería poner en contacto a lo profano con los sagrado.
Nada hay en los métodos de la sociología que deba excluirla de la ciencia. La
tendencia a negarle la condición privilegiada de ser una ciencia no sea algo
fortuito. No es que la sociología del conocimiento esté simplemente al margen
de la ciencia y, por tanto, suponga una amenaza para ésta, sino más bien que
debe mantenerse fuera de la ciencia porque el objeto de estudio que ha elegido
la convierte en algo amenazador: es su propia naturaleza la que la convierte en
una amenaza. La sociología del conocimiento no es considerada como una ciencia
porque es muy joven y está aún poco desarrollada. La sociología del
conocimiento no plantea una amenaza porque se encuentre poco desarrollada, sino
que está poco desarrollada porque plantea una amenaza.
La
religión es esencialmente una fuente de fuerza. Cuando la gente se comunica con
sus dioses, se siente fortalecida, encumbrada y protegida. La fuerza se irradia
a partir de los objetos y ritos religiosos, y esta fuerza no afecta simplemente
a las prácticas más sagradas sino que se prolonga en las prácticas profanas de
todos los días. La religión nos concibe como criaturas constituidas por dos
partes, un espíritu y un cuerpo: el espíritu está dentro de nosotros y
participa de los sagrado.
La
ciencia no es toda ella de una sola pieza. Está sujeta a una dualidad de
naturaleza que se indica mediante toda una gama de distinciones. El
conocimiento tiene sus aspectos sagrados y su cara profana, como la propia
naturaleza humana. Sus aspectos sagrados representan todo aquello que juzgamos que
está en lo más alto.
De
igual modo que la fuerza derivada del contacto con lo sagrado se traslada al
mundo, puede plantearse también que los aspectos sagrados de la ciencia
informan u orientan sus aspectos más mundanos, los menos inspirados y vitales:
sus rutinas, su meras aplicaciones, sus formas consolidadas y externas que
afectan a las técnicas y los métodos. La fuente de la fuerza religiosa que
opera en el mundo profano nunca debe dar a los creyentes tal grado de confianza
que les haga olvidar la distinción crucial entre ambos; nunca deben olvidar su
dependencia última de lo sagrado, nunca debe ponerse tanta confianza en las
rutinas de la ciencia como para dotarlas de una autosuficiencia que pase por
alto la necesidad de derivar su fuerza de una fuente de naturaleza diferente y
más poderosa. Siempre debe haber una fuente de poder de la que fluya la energía
hacia fuera y con la que se pueda y deba renovar el contacto.
La
amenaza planteada por la sociología del conocimiento es precisamente ésta:
parece trastocar o interferir en el flujo externo de energía e inspiración que
deriva del contacto con las verdades básicas y los principios de la ciencia y
la metodología. Hacer que una actividad conformada por estos principios se
vuelva sobre los principios mismos es una profanación y una contaminación, Sólo
puede sobrevenir la ruina.
Ésta
es la respuesta a aquella paradoja de que quienes defienden la ciencia con
mayor entusiasmo sean precisamente los que ven con más desagrado que la ciencia
se aplique a estudiarse a sí misma. La ciencia es sagrada y por ello debe ser
mantenida aparte, queda “deificada” o “mistificada”. Esto la protege de la
contaminación que destruiría su eficacia, su autoridad y su poder como fuente
de conocimiento.
Los
pensadores que se mueven en esta tradición son perfectamente proclives a
garantizar a la ciencia un lugar propio en nuestro sistema de conocimiento,
pero su concepción de ese lugar es diferente de la de los entusiastas. Los
humanistas son sensibles a las limitaciones de la ciencia, por lo que
reivindican enérgicamente otras formas de conocimiento. Los filósofos del
sentido común y del humanismo a menudo están en completo acuerdo con los
filósofos de la ciencia en sus críticas a la sociología del conocimiento. No se
puede aplicar a estos humanistas un análisis como el anterior, en términos de
la sacralizad de la ciencia, pero su posición sí puede analizarse aún en
términos durkeimianos semejantes. Lo que para ellos es sagrado es algo no
científico, como el sentido común o la forma dada de una cultura. Si la ciencia
intenta interesarse por estos temas, se oponen a ellos con argumentos
filosófico, argumentos que el filósofo humanista esgrimirá ante cualquier
ciencia usurpadora, ya se trate de
la física, la fisiología, la economía o la sociología. Se argumenta que éstos
expresan las verdades realmente significativas que debemos aprender en la vida
y gracias a las cuales podemos sustentarnos. Los exponentes del “análisis
lingüístico” en filosofía aportan muchos ejemplos de este enfoque humanista.
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