Gracias a Víctor Riesgo por compartirlo.
Raquel Marín |
Escribía el sociólogo
Barrington Moore que la desigualdad ha sido un hecho universal en las
sociedades humanas dotadas de escritura. Por ello, lo más interesante de este
fenómeno no es tanto su pura constatación, ni siquiera la medición del grado
cuantitativo que alcanza, sino el estudio de las formas concretas que adopta la
desigualdad en cada sociedad y época concretas, así como los principios que
cada cultura utiliza para legitimarlas a los ojos de sus miembros.
Dado que la desigualdad
económica ha vuelto a ser un tema de actualidad, resulta conveniente analizar
las formas más llamativas que adopta esa desigualdad hoy en día en una sociedad
europea como la española. Porque si la desigualdad es una constante, las
desigualdades son distintas: si hablamos solo de la primera de una manera
genérica corremos el riesgo de recaer en clichés manidos que poco aportan a la
comprensión de la realidad, por muy cargados de emoción que estén. Así sucedía
hace poco en este diario con un autor que celebraba el redescubrimiento de que
en la sociedad existen las clases que Marx estudió en su momento. Un hallazgo
de más que dudoso valor.
Aquí queremos
contextualizar en su particular diversidad dos de las más llamativas
desigualdades económicas que tienen lugar entre nosotros. La primera, la de ese
reducido estrato social que acapara una porción de renta descomunal por
relación a su tamaño numérico, los que se suelen denominar como “upper-class”,
y que en lenguaje más popular son “los ricos”. La segunda, la del amplísimo
estrato de los que están excluidos del trabajo suficientemente remunerado, bien
por hallarse en paro bien por poseer empleos que no proporcionan un nivel de
vida digno.
Con respecto a los ricos,
hay que empezar con la constatación bastante obvia de que el siglo XXI es en
materia de desigualdad una época weberiana, no una marxista. Vamos, que la
riqueza no conecta con la propiedad sino con la burocracia, en concreto con la
organización gestora de los conglomerados empresariales y financieros. Como Max
Weber anunció, el uso exclusivista de la información por parte de quienes se
sitúan en lo más alto de las burocracias es lo que les permite fundar su poder,
en este caso el de apropiación privilegiada de rentas. El capitalismo actual es
un capitalismo de gestores, no de propietarios. La propiedad de los
conglomerados empresariales o financieros se disemina entre los muchos, pero
esos muchos desinteresados confían la gestión a los pocos. Es un fenómeno
económico conocido que ya Adam Smith anotaba con preocupación en sus albores
como posible fuente de “insensatez, negligencia y derroche”, palabras que
suenan a conocido después lo ocurrido anteayer en el pistoletazo de salida de
la crisis.
El gobierno corporativo se
materializa en una relación de agencia descompensada, en la que el agente
domina al principal y es capaz de imponer sus propios intereses particulares a
los del conjunto que se le ha confiado, no digamos al de sus pasivos propietarios.
Las empresas son burocracias, como los partidos políticos, y por ello están
sometidas a las mismas leyes de hierro de la oligarquía de control. Y no se
percibe, de momento, manera de desactivarlas desde la propia economía.
De esta forma concreta de desigualdad
económica interesa destacar dos aspectos: por un lado, la proximidad amistosa
de la élite managerial privada con la élite político-burocrática, una
interpenetración (¿complicidad?) que contribuye a sostener el andamiaje con el
que los gestores desvían en su favor las rentas de situación correspondientes.
Porque solo desde la política podría controlarse esta forma de saqueo
organizada. Pero la política no percibe incentivos concretos para intervenir
autoritariamente en ese mundo, algo que, por otro lado, le generaría
dificultades sin cuento en el corto plazo.
El otro aspecto es el de
la legitimación social, es decir, los valores socialmente difusos que permiten
a este estrato obtener unos rendimientos tan descomunales sin mayor oposición.
Las sociedades occidentales aceptan hoy sin mayor cuestionamiento (también los
medios creadores de opinión son dirigidos por gestores) la idea de que los
conocimientos o habilidades especiales de un individuo legitiman sin más su
renta superior, y además no poseen ningún criterio sobre sus límites (¿cuántos
cientos de miles de euros debe ganar un cirujano cardiovascular o un gestor
habilidoso de fondos?). Se cree, con inexplicable ingenuidad, que hay un
mercado que lo determina adecuadamente.
Esta aceptación acrítica
de esta desigualdad concreta implica que no se percibe que el éxito individual
es en gran parte el fruto de una previa organización social muy compleja, de
manera que el mérito (si de tal hay que hablar) es social y no individual. De
nada le valdría a Ronaldo su peculiar habilidad con la pierna si no se hubiera
desarrollado la sociedad en que crece. Pero es que, además, existe una peculiar
tautología en la explicación social funcionalista de la desigualdad managerial:
las élites afirman que su alta retribución se debe al hecho de que desarrollan
una actividad especialmente necesaria y apreciada, pero la única prueba de ello
es el hecho de que reciben una retribución muy alta. Una circularidad
argumentativa carente de corroboración externa. Y es que el darwinismo siempre
fue una explicación “excesiva” en lo social, pues justifica cualquier
desigualdad existente por el simple hecho de existir.
Por su parte, la exclusión
económica de la parte de población que carece de empleo retribuido dignamente
obedece sin duda a razones económicas conectadas a la exposición a una
globalización acelerada. Quienes no pueden situarse en Occidente en un nicho particular
de trabajos protegidos de la competencia mundial, ven desplomarse su
retribución o su empleabilidad, que tiende a igualarse a la de sus homólogos
orientales, y engrosan las filas de un estrato nuevo: la de quienes, aun
trabajando, no podrán vivir. Dicho de otra forma, parece bastante cierto que
las sociedades desarrolladas no pueden dar trabajo aceptable a todos sus
miembros: la contradicción fundamental es que todos necesitan trabajar para
vivir, pero que la sociedad no necesita del trabajo de todos para crecer.
El frío dato globalizador
oculta, además, unas contradicciones de segundo orden que son tan llamativas
como deliberadamente ocultadas: las que operan entre generaciones o, si se
prefiere, entre el tiempo presente y el futuro. Las sociedades europeas son de
hecho unos sistemas económicos depredadores del futuro, y quienes viven
razonablemente bien en ellas lo hacen a costa de la exclusión de las
generaciones más jóvenes. El sistema económico está organizado para sostener el
estatus de los perceptores de rentas medias mediante ayudas públicas cuyo coste
está diferido al futuro. De manera que la mayor parte de las generaciones
jóvenes nunca vivirán como sus precedentes, pero financiarán la prosperidad
actual de estos. Esta es una contradicción que ninguna ideología política de
las existentes está capacitada para asumir y desarrollar, por lo que se la
ignora tanto en la práctica política como en el discurso público. Por otro
lado, no resulta difícil mantener engañada a la generación más joven mediante
el uso de utopías críticas sobre el sistema económico en general.
La crisis económica actual
y su difícil salida está emborronando ese hecho: nunca habrá ya buenos trabajos
para todos porque nunca se precisará de tanto trabajo humano. Y si eso es así,
la única salida social posible es romper la conexión hasta hoy ineluctable
entre trabajo y supervivencia. La sociedad deberá garantizar la vida digna a
todos con independencia de que trabajen o no. Algo que implica un cambio
revolucionario, no tanto en la práctica económica (en donde en realidad se
consumen ya hoy enormes esfuerzos fiscales para mantener trabajos no
necesarios), como en las mentes. Resultará muy difícil (y tendrá consecuencias
sociales probablemente insospechadas) avanzar en una desvinculación manifiesta
entre trabajo y vida. El paradigma del ser humano ha sido el del homo
laborans durante la mayor parte de su existencia en la tierra, y cambiar la
conciencia de esa mismidad costará más que cambiar la realidad objetiva misma.
Y, sin embargo, no parecen existir muchas alternativas.
J. M. Ruiz
Soroa es abogado.
Artículo de José María Ruiz Soroa publicado en El Pais el 17 de septiembre de 2013
Gracias a Víctor Riesgo por compartirlo.
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